miércoles, 22 de mayo de 2013

Mundo de ensueño

Taconeo por la calle, evitando grietas para no torcerme un pie. Pateando pequeñas piedras que giran delante de mí y entretienen mi andar. Un día de invierno, como cualquier otro, nuboso, ventoso y frio. Las ultimas hojas de los arboles danzaban con el aire, se veían hermosas, amarillentas, pardas, cafés, tan secas, marcaban el paso del tiempo. Me detuve a ver mi reflejo en las posas que quedaron de la noche anterior, tormenta que masajeó mis oídos y acompañó mi dormir, ahí estaba yo, veintiún años, que no dejaban de pasar la cuenta, mis ojeras naturales sin causa aparente se veían mucho más hermosas, lila grisáceo que resaltaba mi palidez. Tenía frío, ni todo lo que llevaba puesto era capaz de entibiarme. Un gorro de lana sintética, mi blusa y mis pantalones anchos, mi gabardina a lo Sherlock Holmes y mis botines de taco alto que hacían mi caminar más ligero. La gente pasaba a mi alrededor, en silencio, hace mucho que no sentía un silencio tan placentero, relajante, daba miedo, era anormal. Caminé hacia la playa, buscando el muelle donde siempre me siento a fumar. Gotitas caían cariñosas, acariciando mi cara, extendí una mano, la que pronto se empapó, estaba lloviendo. La gente empezó a esconderse en sus casas, caminaban en hilera bajo los pequeños techos que sobresalían por la calle, los perros se refugiaban entre cartones, y los vagabundos abandonados a su suerte, quien sabe si esta era la última lluvia que presenciarían. Seguí caminando, la silueta del muelle entre las nubes y la oscuridad del cielo se veía a lo lejos, esperaba sentarme donde siempre, esa banca de piedra… esa banca de piedra. Comenzó a llover más fuerte, quedaban pocos valientes deambulando por ahí, los otros refugiados cerca de sus chimeneas, estufas, o tapados con una simple manta, arrancando de la lluvia, como si fuera un ácido destructor, ilusos. Mi asiento estaba ahí, pero no estaba solo, un hombre, al parecer contemplaba el mar. Las nubes que marcaban un horizonte difuso hacían rulos sobre las olas, era un paisaje fenomenal. Me acerqué, y me senté a su lado. Toqué su mano por accidente al apoyarla en el asiento, una mano cálida, suave y conocida. Avergonzada retiré mi mano, sentí el calor en mis mejillas, él me dijo, no te preocupes… me llamo Rubén. No quise decirle mi nombre, pues sentía que él ya lo sabía, Rubén, un placer, dibujé una sonrisa amable. El mencionó algo de un trabajo, una despedida y un par de botellas de ron que esperaban en no sé donde. No logré entender muy bien lo que decía, porque no le tomé atención, estaba perdida en su apariencia, su barba bien definida, sus labios lilas, sus ojos café oscuros que miraban con cierta ternura. Tomó mi mano y jaló de mí, sentí el deseo de seguirlo, no importaba hacia donde fuera, yo quería ir. Caminamos en silencio, sonriéndonos de vez en cuando, encendí un cigarrillo, sin soltar su mano, al parecer no le molestaba que fumara, él me pidió un poco, llegamos a una gran reja con curvas que simulaban ser rosas. La empujó, un barrial ensució mis zapatos, pero nada importaba, yo sólo quería entrar. Una casa enorme, entre árboles frutales y rosales se divisaba. Él caminó más rápido, parecía estar impacientado, algo lo inquietaba, y mi deseo era mucho más grande, quería entrar ya. Cerró la puerta, me tomó por la cintura, y mi corazón se agitó. Me empujó contra la pared, y me besó. Correspondí insegura, mordí sus labios, y abracé su cuerpo como si fuera el último día que lo hiciera, ni siquiera sentía que fuera el primero. Nos deslizamos hacia un sofá, en frente ardía la chimenea, como si la casa esperara nuestro encuentro. Nos desvestimos, y unimos algo más que nuestras almas esa tarde de invierno. Él acariciaba mi pelo, como siempre me ha gustado, un poco tirante pero suave. Él calor se apoderó de nuestros cuerpos, nuestras manos enlazadas en un nudo inseparable, nuestras piernas enredadas como si jugáramos twister, me senté sobre él y miré su pecho, era perfecto, hermoso. Acarició mis mejillas, deslizó su mano hasta llegar a mi entrepierna, fui feliz. No quería que se acabara este momento, me gustaría que fuera para siempre. Una ventana se abrió con el viento y la neblina empezó a colarse. De pronto ya no lo veía, me sentía sola y el frío había vuelto. Estaba de pie, miré que mi gabardina víctima de la lluvia seguía sobre mis hombros, pronto comprendí, seguía taconeando hacia la banca, donde esa silueta de hombre me producía curiosidad, llegué a mi asiento, y una voz varonil enamoró mis oídos, hola soy Rubén, y ¿tú eres?

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