miércoles, 23 de abril de 2014

De esas idas a la Capital

Subí el cierre de mi falda, que tapaba tres cuarto de mis muslos. Y me subí a esos tacones impresionantes que me trajeron de Paris. Un pie delante del otro, un tenue meneo de caderas, y el negocio estaría más que cerrado. Un peinado sutil de medio jopo, y un par de rizos que caían sobre mis hombros, me daban el toque perfecto de una empresaria poderosa y rica. Maquillé mis labios de un rojo intenso, y encrespé mis pestañas, al hacer parpadear mis ojos un par de veces, coquetearía muy bien con mis socios. Cogí el coche del garaje de mi padre, esta vez él no iría a concretar el negocio, pues se encontraba enfermo. Así que era yo la más indicada, pues era la única que sabía en qué consistían dichas negociaciones, mi madre y mis hermanos eran inocentes en todo sentido. Mientras ellos dormían como angelitos, mi padre y yo planeábamos toda la noche acerca del reparto vía terrestre de nuestros productos. El Mercedes volaba, mis tacones no eran impedimento para pisar el acelerador a fondo y adelantar a todos los que se atrevieran a estorbarme. Debía estar en Santiago a las 11, claro que llegaría con un atraso elegante. En la radio del coche, daba vueltas un compaqt disc de Madonna, autografiado por la misma en el concierto del año pasado, cuando conseguí un VIP en su camerino. La mañana estaba despejada, alguna que otra nube blanquecina decoraba perfecto el cielo. Encendí un cigarrillo, sé que no debo fumar pero tengo demasiados contactos en la policía como para que me parasen por fumarme un puchito. Abrí la ventana del techo, y el humo se escapaba por ahí. Las cenizas las colocaba en el cenicero, al menos lo intentaba pues no todas caían dentro. En la planta 55 del mega edificio Colossus 3000, estaban mis socios sentados uno en frente del otro, dejando libre mi asiento de reno blanco. Entré en la habitación, vigilada por cámaras en todos los ángulos y de cristales blindados, donde el sonido no haría ni tal de escaparse por algún recoveco. Las plumas Montt Blanc brillaban en los bolsillos de quienes estaban en esa habitación, mis dientes sobresalían, estaba ansiosa. Un cargamento llegaría a Santiago esta misma tarde, ya habíamos sobornado a la policía e incluso seríamos escoltados por ellos. Los distribuidores estaban ubicados en los puntos estratégicos, armados hasta los dientes y prontamente nuestros bolsillos estarían llenos de dinero, verde, sucio y vil dinero. Estrechamos las manos, y llamé a la recepción, esto ameritaba un brindis con el mejor whiskey. Clara trajo el licor servido en vasos de cristal, y los condenados y yo brindamos por un futuro mejor, deseábamos que la droga se siguiera vendiendo como siempre, o mejor aún, más que antes. Le dije a Bernardo que condujera mi Mercedes, pues el alcohol se me había subido a la cabeza. Me senté en la parte de atrás, me saqué los zapatos y me crucé de piernas, dejando al descubierto una liga de la que colgaba un pequeño cuchillo de plata. De repente sentía las miradas de Bernardo por el retrovisor, pero al fijar mis ojos en los suyos a través del espejo, él los quitaba inmediatamente, sentía el miedo que me tenía. Encendí un cigarrillo, abrí la escotilla y el humo se desvanecía. El chófer no volvió a observarme, debí maldecirlo con la mirada. Mi móvil vibró dentro de mi cartera CC y lo cogí. Era mi padre, quería saber cómo estaba saliendo todo, y con un par de códigos le hice saber que todo marchaba en orden. De pronto me golpeé la cabeza contra el asiento delantero, el chófer frenó de pronto. ¿Qué pasa? Pregunté con cierto tono iracundo. Pude ver que Bernardo estaba estupefacto mirando por el parabrisas, atónito, algo malo sucedía. Me asomé entre los asientos, tratando de ver qué coño estaba pasando, tres coches negros nos cerraban el paso. Tres coches negros, de vidrios polarizados, que no dejaban ver quien conducía. De pronto sentí un disparo, frente a mis ojos el parabrisas hecho añicos y vi como Bernardo cayó de bruces sobre el volante. Todo en un instante de segundo. Con rapidez y frialdad, empujé a Bernardo al asiento del copiloto y conduje mi Mercedes en reversa a toda marcha. Di vuelta y empecé a pisar el acelerador, como nunca antes lo había hecho. Ni siquiera me importaban los calambres que tenía en mis pies descalzos, debo escapar. Detrás de mí los coches se movían como en un rally, salí a la autopista principal, la que por suerte no estaba con atasco, y seguí pisando el acelerador, temía por mi vida. Era la primera vez que el miedo intentaba apoderarse de mi cuerpo. Pero quién podría estar haciendo esto, ningún nombre se venía a mi mente, ningún rostro, ninguna idea. << De esos viajes inesperados, que sólo son de negocios, sanos y limpios negocios>>

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Pesadilla

Su voz varonil penetró mis oídos, cómo un coro de ángeles. Su acento bonito, su buena dicción y labia me entusiasmaron del primer hola a tra...