miércoles, 29 de abril de 2015

Lo que callan los hombres

Guillermo Cardona no recuerda cuando fue que empezó la peor pesadilla de su vida. A sus 35 años de edad ha vivido más tormento que buenaventuras, y más pesadillas que sueños cumplidos. Estaba casado con Cecilia Inostroza. Una mujer entrada en carnes, bellos rizos cobrizos en su glabela, mejillas regordetas color carmesí, labios finos, unos brazos fuertes característicos de mujer de campo trabajadora, piernas estriadas y pies planos. De inteligencia selectiva, pues gustaba de las teleseries vespertinas y el comentillo luego del telediario. Guillermo trabajaba de lunes a sábados, de 8 a 8. Su trabajo quedaba a hora y media de su morada, así que salía de casa aun con la luna sobre los montes. Su vida era normal, tenía dos hijos pequeños. Con el pasar de los años y a punto de cumplirse el aniversario número 11, comenzó la tortura. En una discusión, una de muchas, Cecilia agitó su brazo fofo y abofeteó a Cardona en plena quijada. Una mancha rojiza tiñó el rostro de quien la ama con locura y fervor. Él quedó perplejo, se sentó en una silla a llorar, estupefacto y adolorido no comprendía que fue lo que produjo este quiebre enfermizo, que pronto se volvería turbio y desesperanzador. Cecilia encerró a los niños en la pieza y se metió en el baño. Se despojó de sus ropas y se duchó, nada parecía anormal, todo seguía como antes. Se puso pijama y se metió en la cama, esperando ansiosa que Guille llegara a su lado. De pronto un cuerpo escuálido y pálido se acercó a ella, era él, el hombre con el que se casó hace ya once años, lo miró con asco, sentía que lo odiaba. No te atrevas a acostarte a mi lado replicó de inmediato, el hombre la observó por un momento y sin abrir los labios, se volteó, una lágrima cristalina se deslizó por su mejilla y se recostó en el sofá. Miraba al techo y se preguntaba qué es lo que había hecho mal, qué es lo que la pudo ofender de tal manera que respondiera con la agresividad que aún desconocía. Sin poder pegar ojo, se levantó del sofá, se medio bañó con agua fría, pues el gas se había acabado, observó su mejilla y vio que su cara estaba inflamada, morada, horrible. Sus compañeros de trabajo se reirán de mí, pensó con pesadumbre. Inventó una mentira rápidamente y se fue al trabajo. Llegando al trabajo, sus compañeros le dijeron, jajaja te pegó tu señora, claro dijo él, tratando de disimular la verdad, me agarré con el pelao’ Sanhueza ayer en el antro. No recordaba cuándo fue la última vez que pisó el antro ese, pues él era un hombre de bien, sano, limpio y jamás necesitó de una furcia para calmar sus impulsos varoniles. Se colocó el casco y se subió al andamio, con un poco de suerte me caería del andamio y se acabaría esta tortura, pensó, pero luego decidió que lucharía por ella, ya que la ama con locura. Con las manos llenas de callos y tajos, pues se rehusaba a ocupar guantes de trabajo, eso era para los débiles, se sacó el overol y tomó la micro de vuelta a casa. Se sentó en el último asiento y se entregó a los brazos del cansancio y durmió. Despertó cuatro paraderos antes de su casa. Su corazón se aceleró, pues no sabía lo que le esperaba en casa. Se bajó de la liebre y comenzó a caminar cada vez más lento, con la incertidumbre sobre sus hombros, el dolor en su mejilla, lágrimas asomándose por el borde de sus parpados, y respiración profunda y acelerada. Trató de abrir la puerta, y la llave no giraba en la chapa. Golpeó la puerta, y sintió el andar pesado de elefanta viniendo hacia ella. Unos ojos siniestros se asomaron por la ventana, una mirada de repudio le fue obsequiada. Vete de aquí le gritó por la ventana, vete antes de que sea demasiado tarde. Ábreme por favor, suplicó Guillermo, yo te amo y te necesito. ¿No entiendes lo que te digo?, replicó Cecilia, con un tono cada vez más agresivo. Por favor Ceci, mi vida, hablemos, te perdono, no tengo rencor para ti, sólo amor. Cecilia abrió la puerta y en un abrir y cerrar de ojos Guillermo estaba tirado en el suelo con un golpe contuso en la cabeza. Llegó la policía, sonaba la sirena, el vecindario entero estaba afuera mirando morbosamente. Cecilia no quiso abrirle a la fuerza pública. La puerta sufrió los daños de una patada seca. Los carabineros entraron y rodearon a la mujer, que estaba echada llorando sobre el cuerpo de Cardona. Aquí mi cabo, gritó uno de los peleles novatos de la fuerza policial, rompió un pestillo y entró. El olor era horrible, pútrido, lleno de moscas. Allí estaban los dos niños, arrinconados, pero aun con vida, hechos caca y pis sobre los pañales que rebalsaban por los lados y chorreaban la habitación. Un aspecto sucio y descuidado, uñas largas, dientes cariados, pelo sucio y pies descalzos. Denotaban una madre un poco más loca que sana, y un tanto despreocupada y violenta. La madre acabó esposada y Guillermo ahí sigue, quietito bajo la lápida que lleva su nombre. >>Huya, antes de que sea demasiado tarde. Nunca deje que su pareja le levante la mano, pues la primera duele, pero la última no se siente.>>

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