viernes, 28 de agosto de 2015

Esas cuerdas de dolor

En dirección al metro y con el pelo al viento primaveral que se levanto de pronto, me dirigí pavoneándome con mis botas tres cuarto y mis pitillos que acentúan mis caderas. Intenté no observar a la gente, quería ensimismarme en mis pensamientos turbulentos, algo así como el correr de la conciencia, por el que me caracterizo. Miré las ofertas de sushi, sushi y más sushi. Las tripas se antojaron de inmediato, pero no sucumbí ante el encanto de esas 5 letras, adoptadas como propias por los chilenos y anda tu a saber si por el mundo occidental. Bajé por las escaleras, lentamente, tratando de no tropezar pues me sentía algo cansada y somnolienta. Cargué cien pesos, sí, sólo cien pesos me faltaban para completar el valor del pasaje. Y sin titubear puse la tarjeta en el sensor, atravesé el torniquete solo empujándolo con las piernas y caminé en dirección a Limache con la esperanza de conseguir un asiento (sí necesitaba sentarme) y así fue. Me senté en contra del sol y contuve las piernas cerca de mí, sin poder estirarlas para que la sangre circulara libre por ellas. Una señora regordeta se sentó en frente de mí y dormitaba a ratos, no la observé demasiado, pero pude notar que era hipermétrope. Un dolor de cabeza, alertando el hambre que sentía se apoderó de mis sesos y refunfuñé en mi asiento, tal y como si esperara a que se me pasase. Cuando de pronto vi una guitarra pasar, mis demonios internos se enfurecieron, ya viene este huevón a hacer ruido cuando mi cabeza estalla. Un rasgueo bastó para darme cuenta de que la guitarra tenía más años que mi abuela, que las cuerdas eran más viejas que el hilo negro, que las clavijas debían afinarse con alicate y que el sonido era abrumador. La voz del cantante ennegreció mis expectativas aún más, y lo odié por un momento. Comencé a observar al joven. Su cara entristecida, seca, sucia, con una barba de un día para otro me hizo pensar que este hombre no lo estaba pasando muy bien. Su ropa un tanto roñosa, llena de polvo lo confirmó. A excepción de sus zapatillas, que muy de marca serían. Sentía una cueca desabrida (bueno con la guitarra a punto de desarmarse qué más se podía pedir), pensé en que estamos en tiempos de cueca y que me gustaría bailar bien un pie de cueca con mi novio. Empecé a analizar las características del hombre, y me entristecí. Porque uní cabos y me di cuenta que la mujer que estaba muy próxima y que coincidió con su llegada era su mujer, y no me equivoqué, y que con ella debe tener unos cuantos chiquillos pasando hambre y frío. Y quién sabe porque no tiene un trabajo estable, quién sabe porqué no. Y bueno, mientras pensaba en sus desgraciadas vidas, intenté buscar una razón a la injusticia que atenta contra las personas, pero no obtuve explicación alguna. Me derrotó con una canción “es mi niña bonita, con su carita de rosa, y bla bla bla”. La que comencé a cantar bajito, para que nadie me escuchara. Ni la señora que iba al frente se dio cuenta de que iba cantando. De pronto con un gesto sigiloso, abrí mi morral y saqué mi billetera. Cogí un par de monedas, monedas que no solucionarán el problema, pero quizás lo ayuden. Y de pronto una señora ubicada unos cuantos asientos distantes del mío, me vio e hizo el mismo gesto. Y luego otro, otro y otro. Fue una cadena de ayuda que desaté sin querer y que gratificó las entrañas de quien abatida por un día agotador se sentó en el vagón correcto del metro tren.

Pesadilla

Su voz varonil penetró mis oídos, cómo un coro de ángeles. Su acento bonito, su buena dicción y labia me entusiasmaron del primer hola a tra...