lunes, 29 de diciembre de 2014

Eloísa Good Bye

Está a punto de ser partícipe de un relato un tanto deprimente, morboso y de muy mal gusto, a su juicio dejo la opción leer. Aun no sé muy bien cuándo fue la primera vez que vomité voluntariamente, metiendo mis dedos profundamente en la garganta y haciendo arcadas con llanto y oscuridad. Al principio fue el escape más fácil para alivianar mi cuerpo de cualquier alimento que estuviese demás, pero luego se apoderó de mis huesos y se volvió costumbre, nunca nada fue igual y jamás algo tuvo el mismo sabor. Conocía muy bien los sabores repulsivos de los alimentos luego de estar unos cuantos minutos dentro de mi estómago, a una temperatura próxima a los 38 grados Celsius. Nada era como entraba, claro estaba, la acidez estomacal producía mucho más que sólo triturar. Cada mañana, me posaba sobre la báscula, observando meticulosamente si la aguja que apunta mi peso actual, se ha movido. Feliz sería si la flecha marcara bajo el número maldito, que no he podido reducir. Si por cualquier razón esta marca estuviese sobre el número del día anterior, ese sería un buen día para vomitar. Ahogarme en agua por la mañana es una buena medida para evitar vomitar, pues satisfago el hambre con agua, la que además actúa como un buen purgante. Comencé a masar todos mis alimentos, para no superar las 800 calorías diarias de alimentos, casi al borde del trastorno. Aunque varios amigos me dijeron que no estaba bien de la cabeza, yo aun pensaba que lo tenía bajo control. El día que me desmayé en el bus, por fatiga supe que mi cuerpo no resistiría mucho tiempo más, así que comencé a ingerir un poco más de comida, la que abruptamente generó un impacto en mi mente, y comencé a regurgitar otra vez. Sabía que esto no se curaría, mi mente era mucho más poderosa que yo. Mi familia lo ignoraba, mientras yo me ocultaba en el baño luego de cenar para deshacerme de todo lo que me ha de hacer subir de peso. El vomitar es casi un arte, pero uno incomprendido. Es una danza, que se inicia con la decisión de dirigirte hacia el váter, hincarte, recoger el pelo e introducir los dedos tocando la úvula y dejando que todo siga su curso. Así se encontraba Eloísa, delante del retrete una vez más, hundiendo las rodillas en la alfombra del baño y dejando unas cuantas marcas oscuras en la parte superior de los dedos, producto del roce con los dientes. Eloísa lo hacía unas cuantas veces a la semana, ya no las contaba, desde que se volvió un hábito. Ella no sabía que la muerte era la consecuencia más fatal. Ella no era consciente de que estaba perdiendo algo más que kilos. Su placa dental estaba translúcida, se le han partido unos cuantos dientes, su lengua blanquecina y con llagas sanguinolentas le impedían batirse en duelo, su garganta reseca y la metaplasia en el epitelio esofágico le producirían algo más que cáncer. Eloísa, jamás entendió lo que le dijo el doctor, jamás se sintió partícipe de las terapias grupales con gente como ella. Un día se levantó, y se observó en el espejo, allí estaba con sus rollos intactos, sus piernas regordetas, estrías en su piel, nada cambiaba, estaba estancada en una cruda realidad que sólo debía ser aceptada, pero cómo. Cómo entender, que su cuerpo es bello y que un par de kilos no la haría peor persona, ella era la misma, pero su mente no la dejaba. Se puso ropa y salió sin rumbo. La última vez que supe de Eloísa, fue ese día que la vi salir por la puerta de su casa, nunca más regresó. Aquí estoy Eloísa, parada frente a tu tumba, un año más te vuelvo a traer tus flores favoritas. >> Desde mis entrañas>>

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