lunes, 29 de diciembre de 2014

Eloísa Good Bye

Está a punto de ser partícipe de un relato un tanto deprimente, morboso y de muy mal gusto, a su juicio dejo la opción leer. Aun no sé muy bien cuándo fue la primera vez que vomité voluntariamente, metiendo mis dedos profundamente en la garganta y haciendo arcadas con llanto y oscuridad. Al principio fue el escape más fácil para alivianar mi cuerpo de cualquier alimento que estuviese demás, pero luego se apoderó de mis huesos y se volvió costumbre, nunca nada fue igual y jamás algo tuvo el mismo sabor. Conocía muy bien los sabores repulsivos de los alimentos luego de estar unos cuantos minutos dentro de mi estómago, a una temperatura próxima a los 38 grados Celsius. Nada era como entraba, claro estaba, la acidez estomacal producía mucho más que sólo triturar. Cada mañana, me posaba sobre la báscula, observando meticulosamente si la aguja que apunta mi peso actual, se ha movido. Feliz sería si la flecha marcara bajo el número maldito, que no he podido reducir. Si por cualquier razón esta marca estuviese sobre el número del día anterior, ese sería un buen día para vomitar. Ahogarme en agua por la mañana es una buena medida para evitar vomitar, pues satisfago el hambre con agua, la que además actúa como un buen purgante. Comencé a masar todos mis alimentos, para no superar las 800 calorías diarias de alimentos, casi al borde del trastorno. Aunque varios amigos me dijeron que no estaba bien de la cabeza, yo aun pensaba que lo tenía bajo control. El día que me desmayé en el bus, por fatiga supe que mi cuerpo no resistiría mucho tiempo más, así que comencé a ingerir un poco más de comida, la que abruptamente generó un impacto en mi mente, y comencé a regurgitar otra vez. Sabía que esto no se curaría, mi mente era mucho más poderosa que yo. Mi familia lo ignoraba, mientras yo me ocultaba en el baño luego de cenar para deshacerme de todo lo que me ha de hacer subir de peso. El vomitar es casi un arte, pero uno incomprendido. Es una danza, que se inicia con la decisión de dirigirte hacia el váter, hincarte, recoger el pelo e introducir los dedos tocando la úvula y dejando que todo siga su curso. Así se encontraba Eloísa, delante del retrete una vez más, hundiendo las rodillas en la alfombra del baño y dejando unas cuantas marcas oscuras en la parte superior de los dedos, producto del roce con los dientes. Eloísa lo hacía unas cuantas veces a la semana, ya no las contaba, desde que se volvió un hábito. Ella no sabía que la muerte era la consecuencia más fatal. Ella no era consciente de que estaba perdiendo algo más que kilos. Su placa dental estaba translúcida, se le han partido unos cuantos dientes, su lengua blanquecina y con llagas sanguinolentas le impedían batirse en duelo, su garganta reseca y la metaplasia en el epitelio esofágico le producirían algo más que cáncer. Eloísa, jamás entendió lo que le dijo el doctor, jamás se sintió partícipe de las terapias grupales con gente como ella. Un día se levantó, y se observó en el espejo, allí estaba con sus rollos intactos, sus piernas regordetas, estrías en su piel, nada cambiaba, estaba estancada en una cruda realidad que sólo debía ser aceptada, pero cómo. Cómo entender, que su cuerpo es bello y que un par de kilos no la haría peor persona, ella era la misma, pero su mente no la dejaba. Se puso ropa y salió sin rumbo. La última vez que supe de Eloísa, fue ese día que la vi salir por la puerta de su casa, nunca más regresó. Aquí estoy Eloísa, parada frente a tu tumba, un año más te vuelvo a traer tus flores favoritas. >> Desde mis entrañas>>

sábado, 13 de septiembre de 2014

BBL ( Beso bajo la lluvia)

Las nubes negras, que cubrían el cielo de esa mañana marcaban el adiós más triste que Bea pudo vivir. Se colocó su abrigo negro, peinó sus cabellos y se dirigió a la entrada de la casona. Allí estaba Henry, su marido. Vestido con su traje verde militar, y sus bototos pesados muy bien amarrados. Junto a él una enorme mochila del mismo color, llena de insumos médicos y provisiones. Henry era doctor, y estaba a punto de embarcarse en un navío que lo llevará al campo de batalla, donde deberá salvar a los caídos en guerra. Bea, no lo entendía. Ella lo quería en casa, sano y salvo, pero el deber lo llama. Corrió escaleras abajo, sin siquiera dar tropiezo en el nudo de alfombra que se hace entre el primer y segundo escalón, y se colgó de su cuello. Henry la abrazó fuerte contra su pecho, rodeando su cintura y besándola en la cabeza. Te amo, dijo ella, y Henry contestó, yo también. Bea rompió en llanto, él le acarició la cabeza, cogió sus cabellos y con sus hermosos ojos turquesa la miró y le dijo, volveré amada mía, te lo prometo. Se produjo un silencio, era tiempo de partir. Henry cogió su equipaje y Bea lo acompañó hasta la entrada principal. Llovía a cántaros. Al llegar al portón, Henry dejó caer su equipaje, rodeó raudamente a su chica por la cintura y con una sonrisa llena de encanto y ternura la beso suavemente, con movimientos llenos de pasión y desenfreno. Las gotas de lluvia se deslizaban delicadas por sus pieles, acariciando de vez en cuando sus labios y empapando sus ropajes. Fue el beso más triste de la historia, el más largo tal vez, aunque quien sabe si fue el último, pues han pasado 15 años y Henry no ha mandado carta aun. << El viento ulula cada noche en la ventana de Bea, es Henry que la visita, piensa ella>>

lunes, 26 de mayo de 2014

Destiny

La melodía de una cajita musical me despertó de un sueño profundo. Me senté de golpe en la cama, y traté de alcanzar la lámpara que tengo en la mesilla, pero no di con ella. Me puse de pie, y caminé hacia la ventana, un cielo estrellado y una luna redonda como un queso envolvían Villa Fontana. Abrí la ventana, y una brisa de aire templado se coló por ella, invadiendo mi cuarto y haciendo girar miles de pétalos incandescentes en su interior. Mis ojos brillaban, y seguían el baile de aquellos pétalos que brillaban en la oscuridad. Pronto mi cama estaba tapizada de brillantes, parecían diamantes. Me acerqué y cogí una, al tocarla se convirtió en mariposa, y se posó sobre mi cabeza. Sentía su aleteo. Y luego escapó por entre los barrotes de mi ventana. Me senté en el suelo, cruzándome de piernas y colocando la espalda recta contra mi armario. Respiré profundo y me elevé unos cuantos centímetros sobre el suelo, mis ojos los mantuve cerrados, pues si los abría me caería de bruces y azotaría fuerte mis nalgas. La respiración se ralentizaba, casi al borde de la apnea. Abrí los ojos, para mi sorpresa no perdí el vuelo, me giré hacia la ventana, el cielo seguía estrellado, maravillosamente estrellado, con la luna roquefort al centro. Quité el seguro de los barrotes, y me abalancé sobre la noche. Flotando, en pijama y a pies descalzos. Ni un ánima en las calles, ni una luz encendida, nada. Villa Fontana, estaba más tranquila que de costumbre, será acaso de mal augurio que esto esté tan manso. Una luz cautivó mi atención. Tintineaba en una ventana un pequeño foco amarillento. Imitando a una polilla me acerqué, con cautela, pues no quería que me vieran. Allí estaba él, recostado mirando el techo. Lo observé bastante tiempo, sentía como si lo conociera, pero creo no haberlo visto antes. Parecía un muchacho de mi edad, de tez blanca con un bigote muy sutil bajo la curva de la nariz. Estaba vestido con una camiseta de manga corta blanca y unos calzoncillos grises. Sus pies descalzos se agitaban al final de la cama, arriba y abajo, hacia los lados, eran unos pies muy inquietos. Observé su habitación, tenía cierto parecido con la mía. Mismas dimensiones, la mesilla en el mismo lugar, salvo que la lámpara estaba sobre el escritorio y yo no tengo un escritorio. Quise acercarme más, sentí el deseo de olfatearlo, algo me decía que expelía un aroma peculiar. Golpeé su ventana, de pronto unos ojos pardos aparecieron frente a los míos. Sonrió mostrando sus dientes, tan blancos como la nieve, y me dejó entrar. Estiró su mano, y me sujeto para que yo no tropezase con los objetos desconocidos. Me senté en su cama guardando silencio. Él se paró en frente de mí, dejando a la altura de mi nariz su ombligo, y se arrodilló. Me observó en silencio y acercó su nariz a mi cuello. Empezó a olfatear, tal y como yo había pensado hacer con él. Estiré mi mano para apartarlo, pero rápidamente la cogió con fuerza y me contuvo. Por un segundo sentí miedo, pero luego se desvaneció. Traté de zafarme, él no opuso resistencia. Pegué un salto en el aire y me apoyé en el techo. Él quedaba debajo de mí, me miraba con cierto aire de curiosidad. Abrí mi boca y dejé escapar un pequeño gemido, o balbuceo, pero no dije nada coherente. Me acerqué con prepotencia, y cogí sus brazos. Me acerqué a su boca y su aliento era de mandarina. Su cuello tenía sabor a vainilla y su cuerpo ardía en llamas. Coloqué un pie encima de la cama, acercando mi cuerpo más al suyo, y lo besé. Desperté entre los pétalos que tintineaban en mi cama, tratando de pensar en lo que había sucedido. O no sucedió. Qué fue lo que me llevó a aquella ventana. Cerré los ojos y me sumergí en un sueño profundo. Cuando un rayo de sol, se asomó maligno por mi ventana, y me dio de lleno en los ojos, desperté. Cogí mi bata, y salí al jardín a tomar aire y quemar un cigarrillo. Allí estaba él, parado frente a mi puerta, con un cigarrillo en la comisura de los labios, un sombrero a lo Sherlock Holmes y vestía la misma polera que anoche. Hola, sonrió, soy él. >> De aquel mundo paralelo, dentro de una misma dimensión, llamado destino.>>

sábado, 10 de mayo de 2014

Sé libre, avecilla.

Vuela el pájaro, vuela con el viento. Bate tus alas con delicadeza. vuela Pájaro, llena de colores el cielo, y que tu plumaje tintinee con los rayos del sol. Vuela pájaro, vuela feliz. Y que tu vuelo no se detenga por encontrarte con tormentas. Vuela pájaro, contra la corriente, de aquellas brisas que quieren hacerte estrellar contra el suelo. Vuela pájaro, vuela solitario, pues estás mejor solo que con otras aves. Vuela pájaro, sé libre, mientras el cielo sea infinito y las nubes eternas. Vuela Pájaro, y desaparece de esta tierra ajena, de estos bosques que guardan en si un corazón sin fronteras. >> Ya sabes, que no soy yo la que quiso que volaras, ni que tampoco quería que migraras a otra era>>

domingo, 4 de mayo de 2014

Patricia... Ella... ella.

De: narrador casi omnisciente creado por mi mente Para: Patricia ( yo) A Patricia no le quedaban más venas por pinchar, sus brazos ennegrecidos por el maltrato hospitalario pedían a gritos NO MÁS!!! Ella aguantaba la respiración, cada vez que le inyectaban o le trataban de colocar una vía. Cerraba los ojos, tratando de hacer desaparecer las pesadillas que se habían apoderado de sus días. Calculaba muy bien las horas en las que le tocaba la medicación, por lo que por las tardes se encaminaba a sacar a pasear al flaco, su fiel compañero de sala, de sueños, de noche, de día, el flaco. Despacio por el corredor de 10 metros de largo, empujaba el pedestal con ruedas y una bomba de difusión alimentaria. Paso a paso, trataba de lidiar con las pelusas que atrancaban el giro de las ruedillas, a veces el pedestal se ponía chulito y se empinaba, ella,con la poca fuerza que podía aplicar en ese momento, lo sujetaba para que no se cayera de bruces al suelo. Los paseos eran aburridos, parecía loca de siquiátrico, pues arrastraba los pies con aquellas pantuflas grises, y ese pijama a lo Mrs. Ingalls que la avejentaban tanto así como 100 años, el cabello greñudo, seco y muerto le daban el toque perfecto a su personaje de desequilibrada mental. Las señoras y muchachas de las otras habitaciones, siempre le dirigían una mirada de pena, pues la sonda que salía por su nariz le proporcionaba el aspecto de una enferma terminal. Por mucho tiempo ella pensó que sería ese su final, no había señales de una mejoría, los exámenes iban a peor. Patricia siempre le daba palabras de aliento a su madre, si ella debía perecer en aquel hospital, por favor sigan con su vida y no recarguen el peso de su ausencia en los hermanos más chicos. Muchos días de desesperación se apoderaron de esta muchacha, de repente ataques de histeria y angustia se reflejaban en un pataleo incesante bajo las sábanas. Pronto acudía al sueño, para tratar de relajar sus impulsos nerviosos, que le pudieron haber traído consecuencias brutales como amarrarla a la cama. Patricia se hizo de huesos, pellejo, grasa y lágrimas, todos esos días recostada en la misma posición, dándose vueltas para evitar la aparición de una UPP o escara putrefacta. Veía la luz del sol tan lejana, y el aire fresco se había transformado en aerosol aromático. Ya no podía resistir, ella prefirió la muerte, pero no fue así. Allá va Patricia, caminando con su estilo peculiar, con su lengua larga y esos ojos que reflejan la sinceridad más pura de su alma. Allí va feliz, porque la vida le dio una segunda oportunidad, quien sabe si es la última. Allá va Patricia, se feliz. >> Escribir libera mis emociones, tensiones y pasiones>> Hasta que la muerte nos separe...

miércoles, 23 de abril de 2014

De esas idas a la Capital

Subí el cierre de mi falda, que tapaba tres cuarto de mis muslos. Y me subí a esos tacones impresionantes que me trajeron de Paris. Un pie delante del otro, un tenue meneo de caderas, y el negocio estaría más que cerrado. Un peinado sutil de medio jopo, y un par de rizos que caían sobre mis hombros, me daban el toque perfecto de una empresaria poderosa y rica. Maquillé mis labios de un rojo intenso, y encrespé mis pestañas, al hacer parpadear mis ojos un par de veces, coquetearía muy bien con mis socios. Cogí el coche del garaje de mi padre, esta vez él no iría a concretar el negocio, pues se encontraba enfermo. Así que era yo la más indicada, pues era la única que sabía en qué consistían dichas negociaciones, mi madre y mis hermanos eran inocentes en todo sentido. Mientras ellos dormían como angelitos, mi padre y yo planeábamos toda la noche acerca del reparto vía terrestre de nuestros productos. El Mercedes volaba, mis tacones no eran impedimento para pisar el acelerador a fondo y adelantar a todos los que se atrevieran a estorbarme. Debía estar en Santiago a las 11, claro que llegaría con un atraso elegante. En la radio del coche, daba vueltas un compaqt disc de Madonna, autografiado por la misma en el concierto del año pasado, cuando conseguí un VIP en su camerino. La mañana estaba despejada, alguna que otra nube blanquecina decoraba perfecto el cielo. Encendí un cigarrillo, sé que no debo fumar pero tengo demasiados contactos en la policía como para que me parasen por fumarme un puchito. Abrí la ventana del techo, y el humo se escapaba por ahí. Las cenizas las colocaba en el cenicero, al menos lo intentaba pues no todas caían dentro. En la planta 55 del mega edificio Colossus 3000, estaban mis socios sentados uno en frente del otro, dejando libre mi asiento de reno blanco. Entré en la habitación, vigilada por cámaras en todos los ángulos y de cristales blindados, donde el sonido no haría ni tal de escaparse por algún recoveco. Las plumas Montt Blanc brillaban en los bolsillos de quienes estaban en esa habitación, mis dientes sobresalían, estaba ansiosa. Un cargamento llegaría a Santiago esta misma tarde, ya habíamos sobornado a la policía e incluso seríamos escoltados por ellos. Los distribuidores estaban ubicados en los puntos estratégicos, armados hasta los dientes y prontamente nuestros bolsillos estarían llenos de dinero, verde, sucio y vil dinero. Estrechamos las manos, y llamé a la recepción, esto ameritaba un brindis con el mejor whiskey. Clara trajo el licor servido en vasos de cristal, y los condenados y yo brindamos por un futuro mejor, deseábamos que la droga se siguiera vendiendo como siempre, o mejor aún, más que antes. Le dije a Bernardo que condujera mi Mercedes, pues el alcohol se me había subido a la cabeza. Me senté en la parte de atrás, me saqué los zapatos y me crucé de piernas, dejando al descubierto una liga de la que colgaba un pequeño cuchillo de plata. De repente sentía las miradas de Bernardo por el retrovisor, pero al fijar mis ojos en los suyos a través del espejo, él los quitaba inmediatamente, sentía el miedo que me tenía. Encendí un cigarrillo, abrí la escotilla y el humo se desvanecía. El chófer no volvió a observarme, debí maldecirlo con la mirada. Mi móvil vibró dentro de mi cartera CC y lo cogí. Era mi padre, quería saber cómo estaba saliendo todo, y con un par de códigos le hice saber que todo marchaba en orden. De pronto me golpeé la cabeza contra el asiento delantero, el chófer frenó de pronto. ¿Qué pasa? Pregunté con cierto tono iracundo. Pude ver que Bernardo estaba estupefacto mirando por el parabrisas, atónito, algo malo sucedía. Me asomé entre los asientos, tratando de ver qué coño estaba pasando, tres coches negros nos cerraban el paso. Tres coches negros, de vidrios polarizados, que no dejaban ver quien conducía. De pronto sentí un disparo, frente a mis ojos el parabrisas hecho añicos y vi como Bernardo cayó de bruces sobre el volante. Todo en un instante de segundo. Con rapidez y frialdad, empujé a Bernardo al asiento del copiloto y conduje mi Mercedes en reversa a toda marcha. Di vuelta y empecé a pisar el acelerador, como nunca antes lo había hecho. Ni siquiera me importaban los calambres que tenía en mis pies descalzos, debo escapar. Detrás de mí los coches se movían como en un rally, salí a la autopista principal, la que por suerte no estaba con atasco, y seguí pisando el acelerador, temía por mi vida. Era la primera vez que el miedo intentaba apoderarse de mi cuerpo. Pero quién podría estar haciendo esto, ningún nombre se venía a mi mente, ningún rostro, ninguna idea. << De esos viajes inesperados, que sólo son de negocios, sanos y limpios negocios>>

domingo, 6 de abril de 2014

Llueve

Y la lluvia cae sobre mi pelo desteñido por el tiempo, veo mi cuerpo, un vestido rojo lo viste y acentúa mis clavículas muy finas bajo mi cuello. Llevo tacones, y una cartera de cuero cuelga de mi muñeca izquierda. El reloj marca las 12 en punto. Comienzo a caminar, disfrutando cada gota que se desliza por mi piel, recorre mis labios delineándolos con delicadeza, siento un leve cosquilleo sobre ellos, deslizo mi lengua y saboreo la lluvia. Todo parecía normal, caminé con elegancia taconeando uno delante de otro a medida que avanzaba por las húmedas calles de Valparaíso, evitando pisar los charcos y tratando de no resbalarme, si me caía de bruces sería catastrófico. Me detuve a observar mi entorno, la gente con sus paraguas de colores caminaban a prisa tratando de tomar algún autobús o taxi que los llevara a casa. Seguí caminando, y me topé con unos ojos conocidos, un tanto claros, los recuerdo como si los hubiese visto de verdad. Me acerqué, y pude notar cómo se arqueaban esos labios ofreciéndome una sonrisa más que pícara. Mi corazón se aceleró, casi podía sentir que se arrancaba de mi tórax. Estando a unos cuantos centímetros del sujeto, lo miré fijamente con mis ojos café penetrantes y lo cogí del cuello, rápidamente acerqué mis labios a los suyos y los besé. Acuné mi lengua contra la suya y el beso fue más dichoso, ya que la lluvia lo acompañaba. Sus manos rodearon mi cintura, y mi respiración se agito. Cerré los ojos, y sentí como sus manos me sujetaban con fuerza, me estaba cargando. De pronto, me di cuenta de que la lluvia había cesado, el calor se apoderaba de mí, abrí los ojos y vi fuego chispeante salir de una chimenea, él me miraba lujurioso. Me dejó en el suelo y prosiguió a desabotonar mi vestido, uno a uno con gran experticia. Deslizó los tirantes por mis hombros y dejó al descubierto un corset de encaje muy erótico que no recordaba haberme puesto. Alcé mis brazos hasta su camisa, y desabotoné los botones muy a prisa, su sonrisa se hacía más profunda y sus ojos se llenaban de deseo. Ya despojado de sus ropas, continuó acariciando mi cuerpo, jugando con el encaje de mi ropa interior y mordiendo de vez en cuando mi cuello. Deslizó sus dedos delicados por la cremallera de mi traje, y dejó al descubierto la piel pálida que me caracteriza. Me rodeó con firmeza, y me levantó sobre él dejándose llevar sobre mí. El agua de mi pelo se deslizaba por mis pechos, y él recorría las gotas con sus dedos firmes. Pude sentir sus dientes recorrer mis brazos, mi pecho, mis rodillas. El calor se acumulaba en mis mejillas y mis caderas se movían al compás del deseo. Nada podía estropear este momento. Un sonido angustioso invadió mis oídos, era él, algo le sucedía. Traté de tranquilizarlo, lo abracé y lo contuve en mi regazo. Sus ojos llenos de lágrimas me dieron la señal de que algo no estaba bien, lo miré a los ojos y junté mis labios contra los suyos, él cerró sus ojos y me correspondió el beso. Nos quedamos así, hasta que la última chispa de la chimenea saltara sobre la alfombra, hasta que la oscuridad se apoderó de nuestras almas, hasta que nuestra respiración cesara. >> Mis más íntimos pensamientos plasmados en un pequeño cuento, micro cuento o como usted quiera llamarle>>

sábado, 29 de marzo de 2014

Mis demonios

Y ahí estaba parada en frente de mis demonios. Sombras entrelazadas que formaban una silueta de encanto que me fascina. Mis demonios a un metro de mí me observaban macabro. Sonreían con desagrado, con asco, acompañaban esa sonrisa con una mirada de superioridad que me hizo sentir como una rata callejera. Trataba de sostener la mirada, supliqué. Mis demonios disfrutaban cada movimiento nervioso de mi cuerpo. Tratando de sobrellevar esa sensación amarga de insecto aplastado, me paré derecha, y los miré de frente, sin quitarles mis ojos café grano de encima, ni un solo parpadeo, ni una gota de aire exhalé. Me di cuenta de que esas sombras se irían si yo las dejaba ir, una imagen se proyectó en mi mente, la imagen de un árbol negro en un dibujo que hice hace unos años, en medio del dibujo una flor roja, pequeña y delicada, y a un costado un árbol negro, seco, sin hojas que le hacía sombra. Sólo debía pasar la goma de borrar y se iría, recuerdo aquella flor que al sacarle el árbol de encima, recibió los rayos del sol, abrió sus pétalos y desprendió un aroma maravilloso. Cuando mis ojos volvieron a posarse conscientes sobre mis demonios, sonreí. Sonreí porque entendí verdaderamente lo que debía hacer. Me acerqué a ellos, los abracé, los besé, y los dejé libres. Di media vuelta, sin sentir miedo de que me persiguieran, pues eran libres, los alejé de mí para siempre. << He aprendido a sufrir y a ahuyentar los fantasmas que viven en mí, mis demonios se alejan cuando tú no estás aquí>>.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Las Aventuras de Dimitria Callygster, capítulo 2

La respiración se me cortó cuando sentí que una de las bestia había vuelto y descubre mi intento de robar el mapa. Me atrapó entre sus brazos peludos y yo intenté zafarme de ellos usando toda la fuerza y las técnicas que me habían enseñado en la aldea. Mis hermanos me habían dado clases de combate, era hora de poner esos movimientos en acción. Me deslicé de entre sus brazos y rodé unos cuantos metros delante de la bestia, saqué mi daga y me puse en guardia. Grita tu nombre, pequeña hobbit, gruñó la bestia, Dimitria, Dimitria Callygster, contesté. Y que mi nombre quede guardado en tu memoria rufián, yo hoy te despojo de tan preciado mapa y hoy será el último día que veas la luz del sol. Salté metros en el aire, tratando de sostenerme de una rama. Pude alcanzar una y vi como el terrible llamaba a los demás, a tal descuido que salté sobre su cuello y lo cercené. La sangre empezó a brotar en todas direcciones, mi rostro quedó empapado. Me devolví al árbol, y cuando los otros aparecieron grité, mi nombre es Dimitria Callygster, recordad mi nombre. Salté de árbol en árbol con la sensación de que todo había salido perfecto, tenía la satisfacción que con mi pequeña estatura había matado a un terrible. Claro que me hice enemigos, pero es lo que toda ladrona desea tener, enemigos. Tal como mi padre Goldworthy. Algún día la tierra temblará con el sólo hecho de pronunciar la primera letra de mi nombre. Ahora debía concentrarme en resolver el mapa y apoderarme del tesoro. Me pregunto si seré capaz de vencer a la temible bestia que lo protege, por el honor, debo y si la muerte es el precio que tengo que pagar, lo pagaré. Cuando me di cuenta de que estaba fuera de peligro, salté del árbol y caí suave entre las hojas del suelo. Me senté en una roca y me dediqué a descifrar el mapa. Estaba escrito en una lengua rara, no era élfico de eso estoy segura. Temía que fuera idioma orco, ya que debería encontrar a alguien de confianza que descifrara el mapa para mí, claro que como no se puede confiar en nadie tendría que matarlo luego de conseguir lo que necesito. Al salir del bosque me encontré con una aldea de humanos, sentí frío y quise encontrar un refugio, beber té y comer una suculenta sopa de duende. Entré en una posada, supongo que cautivé la atención de todos, porque unos cuantos ojos se posaron en mí, mi blusa ensangrentada y mis ojos dorados sedientos de riqueza tuvieron que producirles miedo. Sonreí tratando de buscar una mueca de alivio de la dueña de la posada. Para mi suerte sonrió y me acerqué, saqué unas monedas de plata que tenía en un saquito que llevaba en uno de mis bolsillos y pagué por un cuarto. Me encerré, eché llave a la puerta y me lancé sobre la cama andrajosa. Miré el techo raido por termitas y trataba de buscar una solución a mi problemática, debía descifrar ese mapa a como de lugar. Tocaron mi puerta, con sigilo me levanté y miré por la cerradura, un ojo asomaba del otro lado, un ojo verde de color conocido, casi familiar. Di tu nombre, le dije. Soy Dálastar Igfring, halfling del norte. Abrí la puerta y pude ver un hobbit de cabello hermoso y colmillos filudos que sonreían. Lo invité a pasar manteniendo mi mano en el mango de la daga que cuelga de mi cinturón. Yo sé quién eres, mencionó. Lo mire con severidad sin pestañear, esperando a que dijera mi nombre. Dimitria Callygster hija del legendario bribón. Me acerqué rauda y desenvainé mi daga colocándola en su cuello peludo. Quién os ha dicho mi nombre, gruñí. Lo veo en tus ojos, y ese cabello blanco te delata. Vengo en son de paz, cuando te vi fuera de la posada un deseo de aventura se encendió en mí, supuse que algo te traías entre manos. Dejé de hacerle presión con el cuchillo y guardé cierta distancia. Háblame de ti, ordené, nunca había oído de ti Dálastar. Soy Dálastar, hijo menos de Thorian y Demet, tengo 121 años y busco el poder y el realce de mi nombre. Soy un Halfling del norte, odiado por todos los halflings de mi aldea por mi conducta pícara y mi malicia oculta en mis actos. Hablo tres idiomas, el más difícil el Orco.- Mis ojos se abrieron, esto era más que un golpe de suerte. Rápidamente ideé un plan para utilizar a este pequeño patán. Que habilidoso eres con los idiomas, creo que puede ser de mucha utilidad. Tienes el valor suficiente para iniciarte en un viaje sin retorno, al lugar donde la tierra se hace nada y el sol muere tras hundirse en los océanos de la perdición, entoné con cierta ironía maléfica para entusiasmar a esta creatura del infierno. Me devolvió una sonrisa dejando al descubierto sus colmillos perfectamente blancos. Acércate, le dije. Entiendes lo que dice, le pregunté. Sí, respondió, pero la muerte es más probable si llegamos al final del camino. Lee en voz alta, le ordené. El camino era extenso, nos llevaría unos cuantos días de viaje y necesitábamos armas, comida, agua. La caverna donde habita la bestia que resguardaba el tesoro de los ambiciosos, estaba oculta bajo un sinfín de acertijos que debíamos resolver. Dálastar se acostó en mi cama, lo observé con odio y saqué mi daga apuntándolo amenazante. Consigue tu propio refugio, gruñí. Dálastar suplicó y le dejé dormir en el suelo, con mi daga siempre alerta bajo mi almohada. Continuará...

sábado, 15 de marzo de 2014

Las aventuras de Dimitria Callygster, capítulo 1

Entre ramas y hojas que bailan al compás del viento, desperté. Miré mis pies, estaba descalza. De un salto me puse de pie, nunca pensé que podía ser tan ágil. Sacudí mi ropa y la observé por un momento largo. Tenía una blusa de seda semi rasgada, una chaqueta de cuero de a saber que alimaña y unos pantalones ajados color café que me llegaban a la pantorrilla, parecía pordiosera. Entre las hojas brillaba algo plateado, me acerqué a ver que era y descubrí una daga que en el mango tenía tallado mi nombre; Dimitria. La colgué en mi cinturón, y empecé a caminar. Estaba en el bosque de los Terribles, eso era claro. Caminé con la seguridad de que podía enfrentarme a lo que viniese. Me escabullí entre los árboles, intenté trepar un árbol pero me fue imposible, estaba débil y tenía hambre. El crujido de las hojas bajo mis pies me delataría en menos de una milésima de segundo ante cualquier enemigo. Me detuve, y cerré los ojos. Me puse a escuchar lo que sucedía en el bosque, mis grandes orejas me daban la habilidad de escuchar a kilómetros lo que estaba ocurriendo. Oía risas y voces gruesas. Sentía el chispeo de una fogata y el sonido que se produce al desgarrar carne con los caninos. Abrí mis ojos, tan dorados como los tesoros que más añoro, y pude transportarme visualmente al lugar que me llamó la atención. Pude observar a un grupo de seres horribles, grandes y de aspecto muy sucio que engullían carne de jabalí a destajos. Mi apetito se amplió y quise inmediatamente ir a por un poco de esa suculenta carne sanguinolenta mal cocida. Saqué fuerza del deseo y trepé un árbol. Comencé a saltar de uno a otro, siguiendo la dirección que me había propuesto. El aroma invadía mi nariz, y mi boca empezaba a salivar. De la copa de un gran árbol, observé mi presa. Las bestias seguían comiendo y aun quedaba un montón de botín del que yo podría sacar provecho. La idea era robarles algo de comida, y seguir con mi camino. Claro que no debía ser descubierta, sino me vería en la obligación de enfrentarme a ellos con mi simple daga, (no ni hablar, sólo podía escapar, sino la vida se me iría en ello). Esperé que estuvieran concentrados en sus conversaciones sin sentido y de bajo interés para mí, y me deslicé por el tronco con extremo sigilo. Me acerqué lentamente, cuando de pronto uno de ellos sintió mi aroma y se volteó, yo me agaché y el monstruo no me vio. Me acerqué al fuego, que estaba a un costado, cogí un gran trozo de jabalí y me devolví al gran árbol. Comencé a desgarrar la carne y casi sin masticarla la tragué, estaba deliciosa. La sangre corría por la comisura de mis labios y eso la hacía más sabrosa, sin duda. Empecé a prestar atención a lo que estaban hablando, el idioma lo conocía muy bien, hablaban de un tesoro resguardado por una bestia inimaginable. La palabra tesoro abrió mis ojos y en mi cabeza sólo daba vueltas el “debe ser mío”. El problema es que no sabía la ubicación del tesoro y tampoco tenía conciencia de si iba a ser capaz de enfrentarme a la terrible creatura que lo resguarda. Desmereciéndome un poco, soy de tamaño pequeño, peso ligero y además no produzco espanto alguno. Mis posibilidades se reducían a cero, pero algo tenía que hacer en honor a mi padre. Los monstruos que me alimentaron poseían el mapa que me llevaría a las tierras donde el tesoro ilumina la caverna de la perdición. Ahora que el hambre había desaparecido, podía deslizarme mucho más ágil que antes, y claramente sabes lo que viene ahora, voy a robar el mapa. El gran trozo de tela estaba puesto delante de ellos, me era imposible bajar y apoderarme de él sin que se dieran cuenta. Saqué un fruto del árbol en el que me encontraba, y lo lancé lejos. Uno de los monstruos escuchó y se paró violento, emitió un gruñido y fue en busca de lo que produjo el ruido. Los demás lo quedaron mirando, lancé otro fruto en otra dirección y los demás se pararon y corrieron hacia allí. Cuando vi que no quedaban animalejos cerca, bajé del árbol y tomé el mapa. Lo observé, y mis ojos brillaban sedientos de riqueza. De pronto un rugido a mis espaldas me sacó del ensimismamiento, rayos me habían cazado. Continuará...

Pesadilla

Su voz varonil penetró mis oídos, cómo un coro de ángeles. Su acento bonito, su buena dicción y labia me entusiasmaron del primer hola a tra...